LOAS A MI AMADO FRANCISCO, DE CHARLES BAUDELAIRE

El error está en considerar inocuo un texto o un autor puestos al servicio de Satanás. Esta postura, tan de nuestros incrédulos tiempos, nos lleva a la sorpresa, pero no hay tal cuando se tiene claro que Lucifer existe y que su estrategia es hoy la misma que ayer, idéntica a la de hace doscientos o dos mil años.

Por eso, nuestro asombro es relativo en cada paso que damos en la lectura bergogliana de "Las flores del mal". Las coincidencias y conexiones se multiplican. Y las hay verdaderamente pasmosas. Dan miedo.

Veamos el poema que ocupa esta tercera entrega de esta serie que analiza la herencia espiritual de Baudelaire en Bergoglio.

Su título es “Franciscae meae laudes”, nada más y nada menos. Es el único poema que está escrito originalmente en latín, lo cual invita a fijar la atención en él, y lleva el nombre de pila del antipapa anticrístico que usurpa el Trono de Pedro. El análisis es obligado.

En lo superficial, el autor lo dirige a una supuesta modista de nombre Francisca, pero resulta obvio –y más en este tipo de obras- que el personaje inspirador cumple una simple función inspiradora. Las palabras hunden sus raíces en profundidades siempre menos joviales. Leámoslo bajo el prisma de nuestro foco, sustituyendo Francisca por Franciscus, el nombre adoptado por el falso papa. Et voila’.

El título pasa a ser “Loas a mi amado Francisco”, lo cual se corresponde con la cargante campaña de adoración mediática que se desató desde el minuto uno del falso pontificado de este antipapa, al que se ha envuelto en un halo de extraña santidad social por oposición a la auténtica santidad. Bergoglio-Franciscus es el “papa” santo porque ha venido a trastocar la doctrina de siempre en favor de la ética del mundo. Por eso hay que alabarlo, hay que ensalzarlo, hay que hacer de él una figura de nuestro tiempo: “Loas a mi amado Francisco”.

El primer verso incluye una de las palabras mágicas: “novedad”. Todo en esta iglesia del nuevo paradigma debe ser renovado. De ahí que el poeta se arranque afirmando que “a ti cantaré con nuevas notas”. Delenda est traditio. Sólo puede funcionar la iglesia del anticristo a partir de una nueva doctrina. Y continúa: “(tú) que jugueteas / en la soledad de mi corazón”. Obviamente, el corazón de un bautizado no está solo, sino que cuenta con la presencia del Espíritu Santo y de Nuestro Señor Jesucristo. La soledad, sentida como un pesar, es hija del pecado; la tristeza es una tentación del Demonio. Y ahí tenemos a Franciscus que, con sus novedades, juguetea en el corazón triste y solitario de quien está cerrado a la luz de la verdad. Bergoglio y su antidoctrina son la tentación definitiva para quienes viven en la tiniebla.

En esta situación inicial, muy pronto la tentación pasa a ser la “salvación”. El autor guiado por Satán, pide que Franciscus sea distinguido con guirnaldas porque, ¡atención!, gracias a él “son absueltos mis pecados”. ¡Es idéntica expresión que la de aquellos que no querían convertirse y se mantenían en una situación de pecado, exigiendo que fuera la Iglesia la que cambiara el concepto de pecado! Gracias a Franciscus-Bergoglio, los separados que viven en nueva unión –en adulterio permanente-, por ejemplo, ya están regularizados. ¿Los pecados de la carne? Menudeces, afirma el antipapa. Franciscus-Bergoglio ya no pide el arrepentimiento y la conversión de vida, sino que concede el perdón directamente, eliminando el pecado. Por eso, gracias a él, “son absueltos mis pecados”.

Y en la estrofa siguiente subraya este olvido que mencionamos de la doctrina bimilenaria de la Iglesia. Los “besos” de este antipapa humanista, sus decretos falsos, tan atractivos, son como “la benéfica Lete”. ¿Quién es Lete o Leto en la cultura clásica? El río o la ninfa que lo personifica de cuyas aguas beben los que se dirigen al Hades o país de los muertos: beber es olvidar. La benéfica Lete es, ni más ni menos, que el olvido. Olvidar todo lo que hasta ahora ha enseñado la Iglesia por mandato directo de Nuestro Señor Jesucristo. A esto nos empuja Franciscus.

Continúa Baudelaire agradeciendo este balsámico efecto del salvador Franciscus, es decir de Satanás calmando el sufrimiento de vivir en el pecado confirmando al pecador en su conducta: “Cuando la tempestad de los vicios / perturbaba todos mis senderos, / apareciste tú, Deidad, / como una estrella favorable / en naufragios amargos... / ¡Ofreceré mi corazón en tu altar!”. No puede haber declaración más manifiestamente satánica. A cambio de esa liberación del peso del pecado en la conciencia, te entrego mi corazón. Y no sólo en esta vida, pues la entrega se hace en un altar, claro está sacrílego, pero válido como acto trascendental. No en vano, se califica de “Deidad” al destinatario… ¿Cuántos católicos no están en estos momentos, después de casi nueve años de antievangelio y antidoctrina, entregando su corazón en un altar que no es el de la Iglesia, el de Dios?

Arrebatado ya por Franciscus-Satanás, el resto de las estrofas contiene un canto a las “delicias” de esta “Deidad”, trastocando el orden de los valores, llamando bueno a lo malo y malo a lo bueno, que es, justamente, el modo típico de proceder de Lucifer y de Bergoglio en su antimagisterio.

“Estanque pleno de virtud” (¿cuándo un estanque es figura del Bien?, al contrario, suele referirse a figuraciones paganas, como la laguna Estigia, o los estanques poblados por hechiceras de la tradición celta), “fuente de eterna juventud” (referencia directísima a la alquimia, supuesta ciencia sometida a las fuerzas oscuras), “taberna en mi hambruna” (si fuera hambre de Dios, no sería jamás saciado en una taberna, lugar hosco, tétrico, sucio), “lucerna en mi noche” (la lucerna cumple su objetivo durante el día, al dejar pasar la luz a la estancia, mas si lo que deja ver es la noche, y la oscuridad propia, entonces no ilumina sino que contribuye a la propia perdición)…


¿Y en qué desemboca esta serie de equívocos intencionados? En el pecado más difundido y que más almas lleva al infierno, según asegura María Santísima a los videntes de Fátima: el de la carne. “Palpita en torno a mis caderas, / oh, cinturón de castidad, / teñido de agua seráfica”, tres versos que hacen el juego antitético, pues si menciona el cinturón de castidad es para exaltar lo contrario, no la castidad, sino la promiscuidad, pues, de otra manera, ¿cómo va a palpitar en torno a sus caderas? Utilizar estos términos, palpitar y caderas, permite elevar el tono sexual de manera evidente y luego “bendecirlo” con “agua seráfica”, lo cual lo remata con una profanación de conceptos sagrados. ¿Es una obsesión nuestra o es éste el proceder habitual de Franciscus-Bergoglio en sus blasfemias cotidianas?

Y ya la estrofa final recoge toda esa carga destinada a tratar de ensuciar lo sagrado. No es casualidad que principie mencionando la “pátera”, que era el platillo habitual en las ofrendas paganas, continúe con las “gemas” (piedras con supuestas propiedades mágicas) y con el “pan salado” (opuesto al pan ázimo que se utiliza como materia para la transubstanciación); y, por supuesto, los dos últimos versos, el culmen del poema, se reservan para citar, mancillándolo, lo más sagrado entre lo sagrado: la Eucaristía, que se reduce a “muelle alimento” y “divino vino”. ¿Recuerdan la blasfemia, de amplia difusión, de Franciscus-Bergoglio, descalificando la Sagrada Hostia de “alimento para los buenos”?

En definitiva, a medida que avanzamos en esta lectura en clave bergogliana de “Las flores del mal”, identificamos con mayor claridad las huellas del Príncipe de este mundo, desencadenado en estos tiempos de sabor apocalíptico. El personaje Franciscus-Bergoglio, como hijo espiritual de Baudelaire, se ve de esta forma mejor comprendido.

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